Del hedonismo o el utilitarismo gozoso. Por Michel Onfray


Toda relación con los demás está mediatizada por una pasión, y no podemos escapar, en la hipótesis de una moral nueva, a una patética singular. Llegó el momento de terminar con la barbarie que consiste en erradicar simple y llanamente las pasiones donde se las encuentre, para vaciar al hombre de su sustancia y transformarlo en un cadáver antes de tiempo. Perinde ac cadaver, dicen todos, después del triunfo del ideal ascético en todas sus formas. "Destruyamos las pasiones", "odiemos el entusiasmo" -cuya etimología recuerda que es transporte hacia las cimas- y "muerte a la vida", enseñan todas las éticas del renunciamiento y la negación. Prefieren la paz dentro de un cuerpo abandonado por la vida, antes que la guerra en un organismo pleno de energía. Más valdría morir ya mismo y desear la rigidez de los muertos.

Una ética afirmativa quiere las partes animales en el hombre hasta lo aceptable. Pretende convocar esas fuerzas en la medida de lo posible, dentro de límites que habrá que encontrar. Como aspira al derroche, apunta a la eflorescencia, y luego al desarrollo de esas fuerzas confinadas en la sombra, maltratadas porque se las desacredita a priori. La parte maldita* sólo es detestable cuando traspone un límite, cuando genera peligros imposibles de contener, cuando arrasa con todo y se pone al servicio de lo negativo, de la destrucción y sus obras de muerte. En cambio, en lo referente a la construcción, la vida y lo positivo, los instintos, las pasiones, las pulsiones, las fuerzas, son virtudes por medio de las cuales se hacen y deshacen las relaciones humanas en la perspectiva de una dinámica que coincide con el movimiento de la vida. Toda la cuestión ética reside en la determinación de límites: ¿a partir de qué momento esas magníficas potencias corren el riesgo de caer hacia el lado sombrío? ¿Más allá de qué límites se vuelven intolerables? El hedonismo permite una respuesta. Digámoslo como una primera aproximación, indicativa, antes de entrar en más precisiones: todo lo que procura placer es aceptable, y todo lo que genera sufrimiento es condenable. En virtud del movimiento natural, y universal, que impulsa a los hombres a buscar el placer, a ir hacia él, a desearlo al mismo tiempo que a rehuir el displacer, alejarse del dolor, el sufrimiento y las penas, se trata de realizar una intersubjetividad contractual en la cual ambos sujetos consienten a un álgebra de placeres que toma en cuenta las partes malditas. El lenguaje, los signos, los gestos, permiten decir, y decirse, a qué goces se aspira, para sí mismo y para los demás, qué proyectos se tiene para el otro dentro de esta lógica, mientras se esperan señales de relaciones éticas: no existe ningún bien absoluto, ni ningún mal absoluto, sino juicios relativos, apreciaciones que competen a cada sujeto, según su historia personal y su temperamento. Sin embargo, existe bastante consenso en cuanto a los conceptos de placer y displacer: sin vacilar demasiado, saber que tal o cual ama o detesta, quiere o rechaza, aunque sólo sea interrogando su propio deseo, y dentro de los límites de lo posible. Las satisfacciones son múltiples, pero toman siempre el mismo camino.

Dentro de esta lógica, el goce que desea uno debe combinarse imperativamente con el del otro. Un placer personal, sin el otro, puede convertirse muy pronto en un placer a pesar del otro, contra él. El hedonismo es ocuparse del placer para uno mismo al mismo tiempo que para el otro. El contrato ético reside en ese movimiento que oscila de uno mismo al otro. El egocentrismo o el egoísmo sólo oyen la voz del goce personal: mi placer y nada más. El hedonismo es dinámico, y considera que no hay voluptuosidad posible sin considerar al otro. No por amor al prójimo, sino por interés bien entendido, porque el otro es el conjunto de la humanidad a la que le resto mi propia persona, es lo que cada uno experimenta. Todos son el otro para mí, pero yo soy el otro para todos los demás. Y lo que yo practico en dirección al otro, actúa, en una perspectiva eudemonista, en dirección a mí. El placer que yo doy encuentra en su trayecto al placer que me dan. Teóricamente. Cuando falta simetría, falta ética, hay una infracción a la regla hedonista y se cae en el egocentrismo.

Una patética es, pues, una estética de las pasiones, una poética de las partes malditas. Más allá de los cuerpos que nunca se penetran sino que están condenados a las superficies, a las ductilidades superficiales, se dirige al alma para tocar al otro detrás de su apariencia, en lo más recóndito. Cada señal emitida en dirección al otro es tentativa de practicar un poco más el solipsismo, creando condiciones de una ilusión de intersubjetividad. Porque nunca podemos desprendernos de nuestra sombra. Pero esa quimera basta para sentimos menos implicados por los efectos de los que Sade llamaba aislismo.

Entre los seres humanos circulan señales, una expresión casi imperceptible en el rostro, un esbozo de sonrisa, una mirada penetrante que se sostiene, un silencio significativo, una rigidez en el cuerpo, una levedad en el alma, un hilo metálico en la voz, alejado de lo que se dice, pero evidente en la manera, una voluptuosidad en el gesto, una intención solícita y mil otras pasiones que se transforman en informaciones. Todas ellas exigen sagacidad, celeridad y espíritu de fineza. No hay ética posible sin esas virtudes necesarias para una decodificación brillante. El hedonismo sólo es posible para las almas ya leves, sutiles y atentas. En eso, es aristocrático y selectivo. También es impuro, si se entiende por esto que es una moral sometida a intereses.

En efecto, el hedonismo es un utilitarismo, en el sentido anglosajón del término, un cálculo de interés que acarrea beneficios para ambas partes: suplemento de alma, aumento de voluptuosidades, atesoramiento de placeres, un capital de goce y dividendos en materia de ser. Es una moral que exige un cálculo permanente para determinar, sin cesar, las condiciones de posibilidad del máximo de placer para uno mismo y para el otro. Gozar y hacer gozar, sabiendo que hay una variedad importante de modulaciones sobre este tema, y que existen placeres indirectos obtenidos por el hecho de proporcionar goce, y placeres directos que resultan de las satisfacciones recibidas. Hasta los apóstoles de la moral pura que invitan a la acción exclusivamente motivada por el respeto a la ley en cuanto ley, conocen la inutilidad de esa propuesta y su carácter exclusivamente teórico, utópico. No es tan fácil evitar el placer, y, por lo tanto, la impureza -si la definimos como producto que resulta de una mezcla-, porque incluso cuando se opta por la moralidad sólo para coincidir con la ley, también se obtiene una satisfacción, la de haber sido heroico al ser moral. El utilitarismo es la regla, es inamovible. Es mejor buscarlo conscientemente, pues se manifiesta de todos modos, sobre todo cuando se lo quiere negar.

El interés es el motor esencial, guía todos nuestros gestos. De modo que la acción es una especie de círculo, que parte de sí misma y está condenada a volver hacia sí misma. Desea la satisfacción y no deja de estar vinculada al sujeto que la pone en práctica. El egoísmo también es un movimiento circular, pero integra al otro en una perspectiva de instrumentalización pura, en la cual el goce propio excluye el del otro: el hedonismo tiene la misma figura, pero incluye la alteridad en su propósito de satisfacerla igualmente. Por un lado, el utilitarismo vulgar; por el otro, el utilitarismo hedonista. En este último, la utilidad consiste en la satisfacción de los deseos, en la realización de los placeres de un sujeto implicado en una relación ética. Pero ¿se sabe acaso en qué consisten, para el otro, como para uno mismo, los deseos y los placeres? ¿Cuál es su apetencia? Este oscuro objeto resiste, vive como la anguila y se mueve como una corriente de aire. Imaginar que alguien sea lúcido respecto de sus partes malditas es una ilusión, por supuesto. Porque está la pantalla de la subjetividad, las angustias del inconsciente, los juegos de negación, las trampas de la transferencia. Y además, la paradoja de un punto ciego, imposible de iluminar porque absorbe la luz. Y se nutre de esas claridades con las que fabrica zonas de sombra, cada vez más densas, y según lógicas cada vez más oscuras. La apetencia es, pues, tensión, movimiento hacia, o en dirección a. Pero ¿a qué regiones apunta? Países cambiantes, geografías engañosas, nimbadas de brumas que tornan peligrosos los accesos. Escarpaduras, rocas abruptas, imágenes provocadas por ilusiones ópticas, refacciones engañosas: todo designa al peligro y la imposibilidad de llegar a puerto. El deseo se oculta, se enmascara, y recurre a las astucias de la razón. Cuanto más quiere esconderse, más se muestra. Se exhibe con vigor para proteger mejor lo que lo roe detrás de la pantalla.

Sólo es posible hacer conjeturas, hipótesis, tanto del deseo del otro, como del propio. Hay que suponer, calcular, imaginar, porque el deseo es hábil y experto en metamorfosis, y convierte al ser que lo contiene, en un campo de juego, una superficie o un volumen para sus experimentos. Así, brutalizado por la cultura, triturado por la civilización, a veces actúa contra sí mismo, practica la más absoluta autofagia y concentra todos sus esfuerzos en el sentido de una destrucción de sus fuerzas. Lo mismo puede decirse del placer que algunos terminan por encontrar en la negación, la retención, la contención. La obra del ideal ascético se consuma cuando el deseo y el placer son puestos al servicio de la pulsión de muerte dirigida contra uno mismo. Se termina por desear no tener ya ningún deseo, y por sentir placer al no tenerlo. Elogio de la extinción, triunfo de la muerte. Paradójicamente, al poner la apetencia al servicio de esas causas corrompidas, se obtendrá una satisfacción circunstancial, que se pagará con una frustración por el resto de la vida. Querer el no-querer, apagar y aceptar las empresas de muerte dentro de uno, conduce a una especie de definición del eudemonismo a partir del placer negativo: se llega a considerar la felicidad como la ausencia de desdicha, la salud como ausencia de enfermedad o el placer como ausencia de deseo. La vida aparece como un hueco, vaciada y como un desierto triunfante que no deja de avanzar. Victoria de los designios pequeños y la ideología fúnebre, de los falsos placeres y los logros mezquinos.

Al hedonismo no le interesa el placer negativo: es voluntarismo estético dirigido hacia placeres positivos en virtud de los cuales la felicidad, la salud, aparecen como una afirmación, como vitalidad desbordante y práctica dispendiosa. Contra el proceso centrípeto que apunta al aniquilamiento en un punto animado por la muerte, es preciso impulsar un derroche centrífugo que tienda a una expansión hacia un mundo nutrido de energía, de vida y de fuerzas. Sólo se puede concebir el placer negativo en la hipótesis en que genere mayor placer que una satisfacción positiva cuyas consecuencias, paradójicamente, arruinarían el beneficio del goce por un costo excesivo. No gozar es un goce si el placer fuera seguido por un sufrimiento inevitable. Esta es también una lógica utilitarista. Y únicamente en esta perspectiva se puede preferir el placer negativo. Vuelve a aparecer el principio sutil según el cual la economía puede transformarse a veces en un derroche superior, sublimado. Evitar los sufrimientos, las penas, los dolores, es una obligación hedonista, y lo negativo no es consustancial al deseo, el placer no coincide intrínsecamente con la aflicción, como quieren hacer creer los partidarios de la moral ascética. En cambio, en la hipótesis en que se confirme la unión del género gozoso con las promesas de dolor, y solamente en ese caso, hay que preferir el renunciamiento, que procurará más satisfacciones que la persistencia en la empresa negativa. Habrá que preferir, pues, a Eros sobre Táñalos, las pulsiones de vida sobre las pulsiones de muerte. Elegir lo positivo, el encantamiento y la alegría contra lo negativo, la desesperación y la melancolía. El hedonismo es una oportunidad para la vida, una vía de acceso hacia la afirmación. Pero ¿qué hacer con el masoquista cuyo placer consiste en disfrutar de su incapacidad de gozar fuera de las lógicas del ideal ascético? Emblema de la perversión de esa barbarie, prototipo del depravado en el orden estético, puede procurar alegría a su semejante encontrando razones para sufrir más y así gozar mejor, y esto, en la mejor de las hipótesis. Sólo debería hacer contratos con sujetos que consintieran a sus empresas negativas. En ese caso, no habría nada inquietante ni anormal. Pero cuando se inscribe en la perspectiva del hedonismo vulgar, para su sola satisfacción, al precio de la negación del otro, entonces hay que circunscribirlo, sea evitándolo, sea arrojándolo a los bordes extremos de los círculos éticos que se habrán generado alrededor como ondas acústicas concéntricas. Se lo mantendrá a distancia, lo más lejos posible, por medio de una fuerza que servirá de contención a sus veleidades de incluir en sus empresas negativas a un sujeto contra su voluntad. Lo mismo puede decirse del sádico que tiende a los mismos fines desplazando el objetivo de sí mismo hacia los demás, y cuyo placer consiste en negar el del otro, y luego infligirle un dolor. Es autoritario el que se limita a gozar olvidando que el otro es también un sujeto cuyo goce debe desearse. En ese caso, y en ese orden de ideas, hay infracción al hedonismo. Limitado al registro ético, hay necesidad de excluir del propio mundo a esas figuras encarnadas de la muerte mediante una práctica aristocrática que apunta al aniquilamiento formal de tal sujeto; en cambio, en el terreno político, y por lo tanto, jurídico y social, pareciera que se impone un suplemento de acción, que proviene de otro orden, el político.

Se llama sádica o masoquista a una persona cuando en ella priman esas tendencias. No obstante, es necesario saber que, en cuanto componentes y partes que estructuran un conjunto, esas palabras designan algo que actúa en cada uno de nosotros, en mayor o menor medida. Nadie escapa a esas pulsiones de muerte, alternativamente y según las circunstancias, contra él mismo o contra los otros. La ética hedonista es una tentativa de circunscribir esas partes malditas inaceptables. Efectivamente, merecen ser destruidas, despojadas de su capacidad de hacer daño, en la medida de lo posible. Fuera de esos casos, se trata de fuerzas para domar, y no pulsiones para destruir.

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